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:: Guayaquil, la ciudad de los apodos

En esta ciudad como en cualquiera del mundo la costumbre de poner apodos es tan popular. Muchos personajes incluso son más conocidos por su apelativo que su propio nombre.

En Guayaquil hay personas que solo son identificadas por su apodo; sus nombres y apellidos son inútiles. El sobrenombre se convierte en partida de nacimiento, legítima cédula de identidad y acta de defunción. Y ciertos apodos son heredados de generación en generación. Así de simple y sin ánimos de ofender.

Según el diccionario, apodo es el nombre que suele darse a las personas, tomado de sus defectos corporales o de alguna otra circunstancia.

El apodo también es conocido como: sobrenombre, remoquete, chapa, alias, etcétera.

Es reconocido el talento guayaco para propinar apodos a amigos, enemigos y recién conocidos. Al agraviado -¿o agraciado?- le aconsejo tomarlo de buen gusto porque el que se pica, pierde. La regla número uno es reírse de uno mismo y luego de los otros.

Leyendo a los cronistas Modesto Chávez Franco, Carlos Saona, Rodolfo Pérez Pimentel, etcétera, uno encuentra apodos jocosos y entretenidas anécdotas que giran alrededor de esos personajes.

En el siglo XVIII, la Santa Inquisición hizo funcionar su maquinaria represiva en Guayaquil. Las brujas cazadas fueron Juanita la Mondonguera, llamada así porque cocinaba deliciosos mondongos. Pero por la noche adivinaba el porvenir leyendo las líneas de la mano y lanzando naipes. Juanita, con mondongo y todo, fue confinada a Daule. La otra fue la Chica Calabazas, su apodo hacía alusión a que era traviesa en los lances amorosos. Invocaba a los espíritus, pero estos no la salvaron cuando fue recluida en la isla Puná.

Todo un personaje era Felipe Mendoza Coello, típico "gran cacao" de los años veinte del siglo anterior. Gastaba su fortuna en Europa. Una noche de carnaval, en el hotel Negrezco de Niza se celebró un baile de disfraces. Ni corto ni perezoso se disfrazó de Luis XVI y ganó el concurso haciéndose acreedor, en son de broma, del título nobiliario de Conde. Como Mendoza era generoso dando propinas, al siguiente día los empleados del hotel continuaron llamándolo Señor Conde, y como el título le sabía a las mil maravillas, se quedó con él.

Cuenta Rodolfo Pérez Pimentel en El Ecuador profundo una historia que gira alrededor de un potaje criollo. ¿A usted le gusta el arroz con chancho? No se haga... Así es su suculenta historia:

Dice Pérez Pimentel que por los años veinte del siglo anterior vivía en Guayaquil un serrano de nombre Gualberto. El guambra tenía una fonda en Clemente Ballén y Pedro Moncayo. El sitio ganó fama gracias a su delicioso arroz con chancho. Hasta que un crimen cometido en dicho local sacó a flote que Gualberto era homosexual y que a sus amigos que lo visitaban convidaba un plato de arroz con chancho. De ahí la resbalosa fama del potaje.

Los personajes callejeros siempre han tenido apodos llamativos. En los años cuarenta y cincuenta del siglo anterior, vagaba por las calles María Sin Tripas, llamada así porque era gordísima. Y tocando la marimba armaba la fiesta en plena vía pública. Otra era Pancha Loca. Una gorda sucia y descalza que reía a carcajadas cuando perseguía a los hombres para besarlos.

Nuestra literatura está poblada por personajes conocidos por sus apodos. En Las cruces sobre el agua (1949), de Joaquín Gallegos Lara, considerada 'La novela de Guayaquil', se encuentran jocosos apodos. Al mismo Joaquín Gallegos Lara sus amigos apodaban Joaco. Entre los más llamativos están: Cucaracha Eléctrica (así era llamado un doctor por blanco y tembleque), Malpuntazo (muchacho tuerto y refeo), Mano de Cabra (un mecánico), Tubo Bajo (un cojo), los Corta Nalgas, Sello Rojo y Sello Gris (nombres de pandillas de esas épocas), la Hamaca Montiel (por el meneo de la doña), etcétera.

Dejémonos de historias y literatura. Recuerdo que por mi barrio pasaba un loco gordito, trigueño y que caminaba medio raro al que decían Ollita Cagada. De tarde en tarde atravesaba la calle Los Ríos una vieja que era puro hueso y pellejo. Vestía un luto enloquecido que asustaba, y cuando le gritaban: "A Tronco Secoooo, a Tronco Secooo", se ponía furiosa, agarraba piedras que lanzaba con excelente puntería a los majaderos.

Los centros educativos son canteras inagotables de poner apodos. Cuando fui colegial, al profesor de Castellano, que nos caía a cocachos cuando no sabíamos la lección, lo apodaban Hitler; Loco Gallegos al profesor de dibujo que usaba bigotes de antenas a lo Dalí. Luego, cuando era ya docente, a un colega profesor de Educación Física, dueño de unos ojos saltones, le decían Ojo de Uva. ¡Ay del estudiante al que sorprendía gritando su apodo! En épocas más cercanas, a un escritor gordo y de cachetes inflados lo llamaban Cara de Caucho. A una amiga, la Astronauta, porque siempre andaba elevada como por la Luna. A otra comadre, la Casi Guapa, porque según la iluminación y el ángulo de observación, a veces era guapa, y en otras, fea. Un amigo quiteño, gordo y malvado, llamado Media Vaca, bautizó a una chica alta y dueña de una nariz de amplias fosas nasales como Escopeta Doble Cañón. A una doña de diente voraz, la Siete Viandas. A un difunto profesor de piel morena, Carne Asada.

Mejor aquí la paramos. Y aunque dicen que el que nació para martillo del cielo le caen los clavos, a mí me han caído apodos contundentes, desde Conde hasta Condenado. ¿Y cuál es tu apodo?

Fuente: El Universo

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